Por Eduardo Bejuk
AVALANCHAS
Avalanchas
La otra noche, en cancha de Racing, cálida noche devenida en fiesta prolongada, me vi a mí mismo desde afuera.
Como si otro me estuviera mirando. Me vi, ya un tipo grande, amarrado a la bandera azulgranada que copó la tribuna. Me vi desplegarla, asirla, bambolearla, tomarla como si fuera una prolongación de mi cuerpo (de mi alma de hincha), me vi saltar, gritar, cantar y jurar que a San Lorenzo lo iba a alentar la vida entera. Y me vi burlarme del silencio exterior a nuestra cofradía, me miré la cara de nene, feliz porque a un tal Balsas había hecho un gol sobre la hora, y noté mi lipotimia cuando Albil tapó un tiro con inexorable destino de red.
Me di cuenta de que la euforia y el espanto conviven en fracciones de segundo, que me transformo, que rezo, imploro, puteo, me congelo y acelero el pulso porque el árbitro no se digna en decretar el final.
Y después me asombré con mi locura, incurable a esta altura del partido, y me sorprendí del contagio, del abrazo con el otro, desconocido o amigo eterno, alto, bajo, gordo o flaco, pobre o rico, héroe o villano.
No sé que extraña dulzura encarna el vértigo de una avalancha: uno se entrega sin reparos a ella, se deja llevar, fluye como parte de ese derrumbe humano y sigue gritando, porque el gol se grita aún en la agonía, en el suspiro apagado, en el desconcierto de cientos que ahora me parecen, sin excepciones, hermanos del corazón.
Así entendí que esos momentos contienen el milagro de lo imperecedero. Que el gol de Balsas, en medio del naufragio, cuando nadie esperaba que pasara un barco en la vastedad el océano, quedará guardado en un rinconcito. No es poco en estos tiempos. Nunca será poco deslizarse en una avalancha y verte la cara de pibe, a vos, a él, a todos.
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