Por Eduardo Bejuk
Los escucho y sé que son ellos. Los mismos. Otros. Pero ellos. Me desperezo en mi chirrido viejo, mezcla de acero y madera, y entrecierro los ojos para abarcar a la multitud. No estaba dormido, eh, apenas descansando. Trapos que cruzan por Avenida de Mayo. Pibes en los hombros de su viejo, camisetita pegada a la piel. Gritos sudorosos de camisa y corbata, recién salidos de la oficina. Quijotes sin caballo que pintan el mundo de azulgrana, con el aerosol de su pasión invencible. Sí, son ellos, claro que son ellos. Los mismos. Otros. Siempre ellos. Reconozco las antiguas canciones y descubro las nuevas. Recuerdo las aventuras de antaño (el ascenso de prepo, las caravanas, miles de avalanchas en canchas alquiladas) y me doy cuenta de que acá mismo, con la fuerza ciclónica de sus voces, empieza una nueva. Y ya sé cómo termina. Porque los conozco. Una señora muy mayor, con un pin en la solapa, suelta una lágrima sin advertirlo. Un cuarentón de bigotes agita su camiseta de piqué. La Legislatura, de balcón a balcón, retumba con el grito de estos locos. Que son tan cuerdos que nunca se olvidan quiénes son y de dónde vinieron. Bombas, humo, arengas de micrófono, un camión repleto, banderas con los colores del alma que flamean en una tarde de otoño. Llevo años al lado suyo (aunque no me vean, siempre estoy) y nunca termino de sorprenderme. Aman a San Lorenzo. Aman a su barrio. Aman. Y me aman a mí, parece, ruborizado y todo debo reconocerlo, los escucho cantar como niños, los veo llorar como grandes, y siento la enorme necesidad de agradecerles tanto amor. Será que estoy un poco viejo (así me dicen, Viejo Gasómetro), será que me contagié de su corazón corajudo y sensible, pero sólo ellos podrían lograrlo. Hacerme aparecer, justo ahí donde pretendieron desaparecerme, no es un acto de magia. Es un acto de amor.
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