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domingo, 15 de septiembre de 2013

El orgullo más grande

por Eduardo Bejuk

Goles no podés hacer. Sos muy joven o muy viejo. O poco dúctil. Y si te calzaras la azulgrana, te temblarían tanto las gambas, te sudaría tanto la piel pegada al CASLA, que la primera pelota la mandarías muy lejos, cerquita de la nube donde se ríe Soriano. Eso de los goles dejáselo a Bernie, que no sé si metió cien o 99, pero para mi garganta fueron un millón.
Gambetas no podés tirar. Las soñaste todas las noches, cabeza en la almohada, piyama que es camiseta; pero en la vigilia la cosa es diferente, no sale, se complica; así que mejor dejáselas al Pocho, que no nació en Boedo –igual que Romeo– pero le crecieron alas de grande. Y vuela alto, junto a nosotros los Cuervos.

La Copa no la podés ganar vos solo. Aunque si pudieras, para que nos *****  recontra bien las pelotas, irías hasta la vitrina donde la tienen exhibida y la traerías a punta de pistola, para fundir su metal (al tiempo que te tomás los genitales) y hacer un busto del Padre Lorenzo Massa; porque todo bárbaro si la ganamos algún día, pero qué me importa si la gloria –la verdadera, la que no se oxida– anida en otro lado.

No le vas a hacer ocho goles a Juniors. Ni vas a decretar el vigésimo sexto descenso de su hermano menor. Ni vas a silenciar atrozmente un plumífero reducto como lo hizo Gonzalito, aquella noche de la que todavía guardo resaca.

Vos, Hermano Cuervo, ingenioso e hidalgo quijote de mil batallas, siempre supiste qué cosas podías darle a tu San Lorenzo querido. Fidelidad, locura, sonrisas, lágrimas, pasión, amor... Y también qué cosas, por más rebuscados que fueran los sueños, quedaban vedadas... Lo que jamás habías soñado –hasta que un montón de locos lindos lo hicieron por vos– es que podías devolverle el alma. Y darle el soplo de vida que lo haga inmortal.

Un metro. Dos. Medio (con un amigo). Un cuarto de metro (en familia). Los que puedas, los que alcances a pagar –¡vamos que ya termina la posibilidad de hacerlo en 36 cuotas!–, cada porción de Tierra Santa es tu mundo, el de los goles que van a venir, el de un Correa ya grandecito e imparable, el de un Bergessio con canas, el de Pipi como sea –pero infaltable–, el de tu viejo llorando con nostalgia de tablón, el de tu vieja tejiéndote la bufanda imbatible, el de tu hijo asombrado, pegado al alambre, porque acaba de descubrir su nuevo amor, bajo el sol maravilloso de Avenida La Plata.

Imaginate las dulces avalanchas, abrazado al desconocido de siempre, bañado de serperntinas, borracho de papelitos; pensá en el césped surrealista, igualito al que pisaban Los Matadores; hacé tuyo el mismo barro donde chapoteaban los Carasucias, ahí donde Buffa abre el surco del sudor irrenunciable; y el arco del gol de taco –Sanfilippo a su hijo–, y la tribuna que pateó tu abuelo, y el bar de Eduardo, siempre estoico, allá enfrente, donde paramos un ratito antes de zambullirnos en el delirio. Viggo, sentado allá, escribe un verso, encapuchado en su bandera.


No hay gol más importante, ni Copa más gloriosa, ni gambeta más hermosa, ni orgullo más grande, que formar parte de esta leyenda. La insuperable leyenda de San Lorenzo de Almagro, a caballo de su enésima utopía, y sin dudas, la más linda. Dale un metro, o los centímetros que puedas, al Ciclón de tus amores. Y que se haga el milagro, por obra y gracia del espíritu Cuervo, allá en Roma, como en Boedo.

Editorial, edición impresa 244!

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